Siguiendo a la compañera Cecilia y a su post sobre el conflicto sindical en el subte, esta cronista retrató un breve tramo de la línea B, viaje inspirado en la película argentina llamada Moebius en el que un tren fantasma cruza la ciudad por debajo del asfalto en un recorrido sin fín.
El subte expulsa a media docena de pasajeros que miran para abajo tratando de no tropezar con el andén. Otro grupo de personas entra casi al mismo tiempo, y se quedan parados tratando de combatir el sueño de las ocho de la mañana. Para su sorpresa el vagón no está lleno. Los asientos están ocupados, pero hay espacio para respirar.
En una punta se ve a una mujer. En su cabeza la indiscutible marca del paso del fuego. Su piel explica con cada arruga el incendio en el que estuvo. Casi no tiene pelo, solo un mechón prolijamente trenzado que sale de la nuca y se posa en el hombro. El fuego también le borró los labios, las cejas y las pestañas.
Los que recién entraron no escucharon su historia pero ella ya dijo lo que venía a decir. Ahora, adaptándose al movimiento del subte para no perder el equilibrio, recolecta la amabilidad en monedas de los que están sentados. Los ojos de los pasajeros de debaten entre las paredes y el suelo. Enfocados en los carteles sobre las ventanas o en los pies del que está enfrente. Alem, Florida, Carlos Pellegrini, Uruguay. Sandalias, botas, zapatos, Zapatillas. Cualquier cosa con tal de no mirarla. Un hombre de traje y corbata mira de reojo esperando su turno. Quizás está pensando cómo darle el dinero sin hacerla sentir mal. O quizás está evaluando hacerse el dormido hasta la próxima estación. Ella se para frente a él y estira la mano. El hombre traga saliva y le da dos pesos.
La secuencia sucede en el recorrido entre Callao y Corrientes. ¿Qué pasaría si todos quedaran atrapados para siempre en este instante? ¿Qué mostraría el espejo enterrado y en movimiento, si, como en la película, este gusano mecánico siguiera andando, sin parar? Me quedo pensando en eso mientras el vagón entero hace de cuenta que la mujer no está ahí. Pero está metida como todos en el subte, que ahora vuelve a chillar y que, para alivio de muchos, frena en Pasteur.
El subte expulsa a media docena de pasajeros que miran para abajo tratando de no tropezar con el andén. Otro grupo de personas entra casi al mismo tiempo, y se quedan parados tratando de combatir el sueño de las ocho de la mañana. Para su sorpresa el vagón no está lleno. Los asientos están ocupados, pero hay espacio para respirar.
En una punta se ve a una mujer. En su cabeza la indiscutible marca del paso del fuego. Su piel explica con cada arruga el incendio en el que estuvo. Casi no tiene pelo, solo un mechón prolijamente trenzado que sale de la nuca y se posa en el hombro. El fuego también le borró los labios, las cejas y las pestañas.
Los que recién entraron no escucharon su historia pero ella ya dijo lo que venía a decir. Ahora, adaptándose al movimiento del subte para no perder el equilibrio, recolecta la amabilidad en monedas de los que están sentados. Los ojos de los pasajeros de debaten entre las paredes y el suelo. Enfocados en los carteles sobre las ventanas o en los pies del que está enfrente. Alem, Florida, Carlos Pellegrini, Uruguay. Sandalias, botas, zapatos, Zapatillas. Cualquier cosa con tal de no mirarla. Un hombre de traje y corbata mira de reojo esperando su turno. Quizás está pensando cómo darle el dinero sin hacerla sentir mal. O quizás está evaluando hacerse el dormido hasta la próxima estación. Ella se para frente a él y estira la mano. El hombre traga saliva y le da dos pesos.
La secuencia sucede en el recorrido entre Callao y Corrientes. ¿Qué pasaría si todos quedaran atrapados para siempre en este instante? ¿Qué mostraría el espejo enterrado y en movimiento, si, como en la película, este gusano mecánico siguiera andando, sin parar? Me quedo pensando en eso mientras el vagón entero hace de cuenta que la mujer no está ahí. Pero está metida como todos en el subte, que ahora vuelve a chillar y que, para alivio de muchos, frena en Pasteur.
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