“¿Qué tal?” pregunta el cartel de la peluquería más pequeña y azul de Buenos Aires. En la puerta de vidrio corrediza, en un papel blanco, dueños colocaron los precios: Corte $15, jubilados y niños $10. Ya nadie se puede sorprender. La adrenalina ya no corre cuando comienza a pasar el cepillo con talco por el cuello sin saber cuanto cobraran por diez minutos de tijeretazos que no conforman.
El local por dentro parece más grande. Las enormes plantas de plástico, con cocodrilos entre las ramas, la pequeña fuente zen y los 15 ruidosos canarios enjaulados, no producen en todos la sensación esperada y generan dudas sobre el glamour del profesional del look.
El peluquero es soltero, tiene el pelo corto, pero extraña sus rulos. Vive con su madre y sus canarios de competición en Castelar. Cuenta sobre la dedicación que requieren. Su madre y los canarios. Su socio, conversa desde otro sillón. Tiene el pelo y bigote de un joven Litto Nebia, pero rubio y viejo. Él vive en el fondo de la peluquería y es ecologista, naturista y yoguista, pero también debe hacer reiki y tener un amigo en una herboristería. Usa una remera blanca sin mangas. Muestra los músculos arrugados de los bíceps y la piel bronceada. ¿Quién de los dos habrá hecho la decoración?
“Cuanto pelo. Hace mucho que no te cortás”, ríe mientras agarra el rociador y el peine. Piensa que va a costar mucho trabajo esa porra y se resigna, siempre con una sonrisa. Se prepara para una cirugía mayor y los utensilios complejos que tiene sobre el mostrador lo respaldan: una tijera con dientes, máquinas para afeitar y la navaja, con la que construye el gran final artesanal. Con ella quita la pelusa de la nuca. Casi una tortura, raspa, arde y provoca un sonido nuevo, que sigue en la cabeza después de un rato, causando escalofríos en todo el cuerpo. No todos están hechos para la sofisticación y el glamour.
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