La gota desprevenida que cae, fría, en el centro de la cabeza, como si alguien la hubiese apuntado cuidadosamente, mientras esperaba el momento justo. Cerraría un ojo. Abriría la boca y sacaría la punta de la lengua hacia un costado. Su cara se arrugaría un poco por el gesto extremo que su concentración le exige apuntar desde lo alto, justo en el centro. “¡Que guacho, que puntería!”.
Lo que sucede río arriba, tarde o temprano llega río abajo. Una señora acostumbrada a su apacible casa horizontal, donde no se debía abrumar por ideas de coexistencia y convivencia, baldea el balcón despreocupada. Pasa su secador oxidado y su trapo de piso ya gastado en dirección de la calle. Los hilos que lo componen se separaron, pero siguen arrastrando agua.
Sociedad vertical. Casas arriba de casas. Plazas en primeros pisos. Plantas en los balcones. Canchas de fútbol en el segundo y piletas en la terraza. Se necesita demasiado compromiso pero nadie mira para abajo, ahí también hay gente. ¿Cómo se puede estar seguro con televisores de plasma de 42 pulgadas suspendidos a 40 metros de altura?
Las personas pasan, caminan sin sentir que sobre ellos hay una ciudad. Toneladas de cemento, vidrios, tela, plásticos unidos por ondas de radio, televisión y celular. También humanos, animales y vegetales. Pero nadie mira para arriba. Ni piensan que en el piso 18 de un edificio en construcción hay maquinas para hacer cemento o grúas gigantes que levantan miles de kilos de vigas. O que hay alguien apoyado en la baranda de un balcón, que no pudo reprimir esa sensación de mirar hacia abajo y querer escupir al vacío.
Justo después de la caída, casi no pasó el tiempo, unos milisegundos, cuando las terminales nerviosas llevan la noticia al cerebro. Un frío repentino y un ruido pálido y seco. Una gota en el centro de la cabeza. Cayó en el único punto desprotegido. El remolino, el ring matutino, el domo donde el peine y el agua combaten ferozmente contra los rulos rebeldes. La sonrisa irónica sigue su camino “¡Que puntería, justo ahí!”. Un poco desviado y los rulos, ya domados y dispuestos, la atraparían, la beberían sedientos y desaparecería. Como si nunca hubiese existido.
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